Comienza.

Comienza atrás. Siempre comienza temprano. Pero el miércoles, dos miligramos surtieron efecto: dormido hasta las 8:30 de la mañana, dos horas y media más de lo que es habitual en ese cuarto. Lo personal confunde: disgrega el romance.

Hoy día: Que si James podrá ir al ensayo o no, que el otro no regresa y que si James tendrá que cantar con una pista. Hay un vacío prometedor en el pecho. Que si Mundo le rentará el cuarto a Virginia, y que si Virginia tendrá el tiempo para esperar nuestra visita. La misma Virginia de la boina y el libro en el brazo durante el encuentro bajo la lluvia.

Reaparece cuatro años después; ahora. El colchón tirado en la azotea y lo demás. Una exquisita mentira como inicio de una novela dispersa, dispersa como gotas de pintura lanzadas desde lo alto del edificio, contra la banqueta y salpicando el terso pavimento de la piel.

Pero vayamos a la historia, al otro edificio, al de paredes blancas: al hospital que sirve de hotel. Al encuentro con el eterno fanático del fútbol, sobre todo al fútbol que no siempre es el mejor; pero donde localizo un hueco sobre el cual hablar:

El país europeo que se visitó. Vaya coincidencia e incapacidad para disgregar (palabra ya usada). La tortuga y el viento; o la marea y los pies que se arrastran al caminar. El “yo estudié en el Conservatorio”, pronunciado en el sector donde “decir” es “ser”, donde “parecer” te lleva a “campeón”.

El hotel de enfermeras y pastillas, y de visitas nocturnas al piso de chicas. Ahí se realizan actividades plásticas y manualidades desde las once de la mañana hasta la una de la tarde, hora de la comida: sin tortillas, ni carne, para no quitar el hambre.

El libro de los Pequeños Preludios y Fugas de Bach, otro de Armonía y un Diccionario de Harvard sobre la música. Regalos míos para el manifestado ex-alumno del Conservatorio. Comienza, de alguna manera comienza la historia.